No soy supersticioso, pues trae mala suerte, pero me gusta empezar el día con gestos y actos tan repetidos en el tiempo que ya son una especie de ritual apotropaico. O al menos, eso era antes.
De mis acostumbrados desayunos de mantel de hilo, croissant recién hecho con mermelada de rosas, té, Bach y periódico y rosa blanca sólo quedan mantel, Bach y té. Años de heroica dedicación a la gastronomía y menosprecio de cualquier otra actividad física que no sea el levantamiento de vidrio en barra fija no han contribuido precisamente a lucir la forma óptima para correr -y acabar- una maratón. Así que desde enero estoy observando una dieta que, además de quince quilos, se ha llevado por delante las liebres royal, el rabo de toro y las doscientas variedades de chocolate belga con que celebraba San Hoy es Hoy, entre otras muchas añoradas delicias. Mis desayunos son ahora más frugales, té sin azúcar y pieza de fruta; ¡quién te ha visto y quién te ve, Theo!, desayunarse con peras, manzanas o melocotones el que acuñó la frase “comer fruta fresca es cosa digna de animales o de salvajes, que por algo el hombre civilizado ha aprendido a hacer mermelada.” Dicen que si practicara algún deporte no tendría que ser la dieta tan rigurosa, pero como aún no he encontrado el modo de hacerlo sin tener que vestir de mamarracho, seguiré mordisqueando troncos de apio y zanahorias como un conejo hipertrofiado. No es que pretenda postularme a portada del próximo catálogo de Abercrombie ni que el abandono de X me haya sumido en una tardoadolescencia, pero confieso que recuperar tallas que hacía cinco años que había descartado me ha proporcionado mayor alegría de la que al principio supuse; a pesar de todo, sigo sin encontrarle ningún tipo de gracia, sabor o gozo a ensaladas, verduras y pescados hervidos o carnes a la plancha sin aceite ni sal, y suspiro de añoranza ante el aroma de unos callos con garbanzos, la textura del milhojas de foie con manzana caramelizada o el recuerdo del sabor del filete de a la Wellington. Porque, desgraciadamente, he dejado de comer para simplemente alimentarme y, como todo yonki, nunca sanaré del todo
Por los mismos motivos de salud -sino inmediata, sin duda a medio plazo- he dejado también de ver noticiarios y leer periódicos, adicción ésta de la que me ha costado librarme aún más que de las garras de Apicio, Carenne o Brillant Savarin. Leía cada día ElPaís, El Periódico, Público, La Vanguardia, El Mundo, ABC, Avui y dos periódicos locales de mi desde lejos querida Biluba. Siempre he sido consciente de las limitaciones de la prensa y las carencias de los periodistas, pero quizá en los últimos meses mi nivel de tolerancia a la incompetencia ha disminuido lo suficiente como para no seguir tolerando despropósitos y, tras constatar que no hay tema del que yo tenga mínimo conocimiento que sea tratado de manera documentada, con rigor, imparcialidad o precisión, temiéndome que lo mismo ocurra con los muchos temas de que nada sé, he optado por dejar de leer o escuchar nada, que para que me cuenten cuentos, prefiero que lo haga Hoffmann o Chejov, que son profesionales.
¿Cuál fue el detonante? No podría muy bien decirlo… supongo que fue un cúmulo de situaciones en poco tiempo que colmaron el vaso de chupito de mi paciencia. Ya sé que a la mayor parte de los periodistas esto de los números les viene grande, pero convendría que aprendiesen a utilizar las unidades como es debido y que las 500.000 hectáreas que este verano ardieron en Rusia, con todo y ser mucho, no equivalen a la superficie de España, como dicharacheramente dictaminaron los alegres muchachos de T5, sino a una centésima parte, que 500.000 hectáreas no son 500.000 quilómetros cuadrados. Contento tengo que estar, al menos, de que usaran unidades de superficie para referirse a superficies, y no dijesen que se había quemado un Terabite o 500.000 metros cúbicos, que este que escribe ha escuchado mensurar la copa de un castaño centenario en “doscientos metros cuadrados de diámetro.” Pocos días después, una noticia en prensa se refería al auge en televisión de las series históricas y, entre las futuras, incorporaba “Canción de Hielo y Fuego”, saga fantástica de George R. R. Martin que de histórica no tiene más que caballos y armaduras y castillos, motivo que al autor del artículo le pareció suficiente para “sostenella y no enmendalla”. Pero creo que el motivo definitivo fue la más que deficiente cobertura que se dio al conflicto minero de Potosí -Bolivia- que estalló a finales de julio de este año, donde no hubo noticia, las pocas que hubo, que tuviese remoto parecido con la realidad, y donde las fuentes de información elegidas distaban mucho de tener algo razonable y razonado que decir. Estaba yo comiendo cualquiera de esas porquerías insípidas que entristecen mis mediodías cuando oí en las noticias: “Tres turistas catalanas atrapadas en el conflicto de Potosí”; al dar el nombre de las turistas y oír el de mi hermana, que lleva diez meses allí con el trabajo de campo de su tesis, me levanté, apagué la televisión, cerré el periódico y no he vuelto a encenderla ni a abrirlos. Desde entonces, los 40 escasos minutos de mis mediodías los invierto viendo el Arucitis en lugar de malgastarlos escuchando noticias ficción.