Aunque debería, pero no por motivos de salud, sino simplemente por joder. Si supiese como funcionan esas cosas de las redes sociales, montaría una propuesta de que todos los fumadores dejásemos de comprar tabaco durante un mes, a ver cómo le cuadran las cuentas sin nuestros impuestos. Porque fumadores y catalanes empezamos a coincidir en muchas cosas: una minoría que molesta, sospechosa de todo crimen y delito, insolidarios con el bien común y de los que sólo se espera que paguen y callen, que su dinerito bien nos viene (la última subida del tabaco pagará las exenciones fiscales a las pymes, qué malos somos los fumadores).
Fumo. Y no pienso dejar de hacerlo, no soy Saulo reconvertido en Paulo ni la ley me hará caer del caballo como a tantos otros que ya hacen propósito de enmienda y juran transmutarse el dos de enero en personas de bien y abandonar la senda del vicio y el pecado. No pienso hacerlo. No soy un delincuente por más que así pretendan que me sienta. Porque, las cosas por su nombre, que es hora de que, como Boileu, empecemos a llamar “un chat un chat, et Rolet un fripon”, y esta ley antitabaco no es más que una ley antifumadores. Porque si fuera una ley antitabaco, prohibiría su consumo o, al menos, retiraría las subvenciones a sus cultivadores.
Y sigamos desmontando falacias. ¿Qué es eso de que no se podrá fumar en espacios públicos cerrados? Que yo sepa, hace muchos años que no se puede… ahora tampoco se podrá fumar en espacios privados de uso público, que no es lo mismo. Hace dos semanas, terminé de comer en un buen restaurante donde se permite fumar y, tras el permiso del propietario, me encendí mi gran Edmundo; no tardó ni dos minutos en aparecer uno de los cinco matrimonios con críos que me habían estado dando la murga con sus gritos, carreras, llantos y pataletas, para exigirme que, habiendo niños, saliese fuera a fumar. Siendo el restaurante de amigos, no quise responderle que, siendo de fumadores, los niños no pintaban nada allí, y salí con el frío a fumar al jardín. Al poco, mi amigo salí y me sugirió que entrase de nuevo, que los saludables papás preocupados por los pulmones de sus retoños estaban fumando tranquilamente. Y si esto ocurría antes, no quiero ni imaginarme qué pasará ahora que los talibán tendrán patente de corso…
Fumo cuando disfruto de mi tiempo. Por eso no fumo nunca en casa, donde sólo paro para dormir, que si no estoy con la tesis, estoy proyectos que no puedo acabar en el despacho; tampoco escaqueo dos minutos en el trabajo para apurar un cigarrillo entumecido bajo la lluvia; ni siquiera fumo tras el café del mediodía, que poco tiempo me queda para trabajar de nuevo. Fumo por la noche, en el pub de Jaume, relajado, hablando, o jugando la partida de butifarra eterna con los amigos, o tras una comida que lo merezca. Un larga pipa, un largo habano y disfruto con el humo que el mundo está bien hecho. O estaba, porque incluso eso me han robado.
Ahora los niños estarán protegidos del tabaco, me dicen. Qué bien. Y qué falso. Porque los niños que estaban en lugares con humo no era culpa de los fumadores, sino de padres inconscientes, y la nueva ley antifumadores no les dará conciencia, pues quod natura non dat, Salamanca (o la ley) non prestat. Por cierto, ¿y quién me protege a mí de niños indomesticados y sin vacunar y de sus despreocupados padres? La semana pasada, volvía de Barcelona a Vetera cuando subieron tras de mí dos señoras con tres criaturines que se pasaron el trayecto saltando sobre los asientos, corriendo arriba y abajo, chillando como cerdos por San Martín, arrasando con cuanto se interpusiera en sus asilvestrados juegos, para desesperación de todos los viajeros menos de sus madres, que habían logrado eliminarlos de su campo auditivo y visual -técnica secreta en la que sólo han sido iniciados los padres de salvajes- y podían charlar tranquilamente sin esa molestia. Hasta que finalmente se pusieron a saltar frente al sasiento en el que yo intentaba leer a Duby…
-Señoras, ¿estos chimpancés son suyos? -acabé interpelándolas, agotada mi paciencia-. Pues átenlos, que los animales salvajes no pueden ir sueltos y sin vacunar.
-¡Qué maleducado!
-Los únicos maleducados son esos críos a los que nadie ha educado ni domesticado.
De no haber llegado su parada, la cosa habría podido llegar a mayores, que estaban las dos ya con la vena de la sien a punto de estallarles. Pero no perdieron oportunidad de bajar sin levantarme el dedo corazón y dedicarme un cortés: “Que te jodan”
Por suerte para esos niños, el Estado se preocupa por ellos y podrán ya correr y gritar y triscar y saltar libremente por cualquier local sin riesgo de que alguien cometa el delito de estar fumando.